Hacia el romancero: la canonización de un objeto evanescente

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Uno de los tapices del ciclo “El cerco de Arcila”.

El romancero es un género mixto, que a partir del siglo XV y hasta hoy, se produce y reproduce a través de diferentes códigos en los ámbitos de la oralidad y la escritura de las lenguas ibéricas. Colihue acaba de publicar “Romancero”, una antología con iluminadoras notas y una extensa introducción de Gloria Chicote, de la que reproducimos un fragmento.

 

Por Gloria Chicote

Constituye un intento estéril aprehender el romancero e inscribirlo en una tradición específica, ya que a lo largo de la historia de la cultura, desde las primeras documentaciones medievales hasta sus contextualizaciones contemporáneas, se esfuma mimetizándose y metamorfoséandose en diferentes tradicionales poéticas.

Su génesis aún hoy está rodeada por un conjunto de incertidumbres. Sabemos que entre los siglos XII y XV en distintas y alejadas comunidades europeas surge un género denominado baladístico o épico-lírico, del cual el romancero es subsidiario, que combina elementos narrativos propios de los cantares de gesta con componentes líricos resultantes de expresiones de la subjetividad. Pero también sabemos que el romancero se aparta de ese fenómeno paneuropeo sobre todo por las especificidades que lo conectan con temas y recursos provenientes de las manifestaciones épicas y líricas tradicionales hispánicas y, una vez establecido como género autónomo, por haberse convertido en molde privilegiado tanto para el tratamiento de nuevos asuntos (temas de actualidad, con función noticiera y propagandística), como para la recreación de episodios de la historia sagrada, los derivados del universo clásico, o la adaptación de motivos procedentes de la tradición poética europea, especialmente la francesa y la provenzal.

La presencia del romance en la literatura española, como así también la profusión de sus límites, se remonta a los editores del siglo XVI. A ellos debemos las primeras fijaciones escritas de los romances procedentes del universo oral y, paralelamente, la instauración de una tradición escrita de romances eruditos, compuestos por letrados. Estos romances eruditos, recogidos en los cancioneros palaciegos, inician una veta romanceril cultivada en todas las épocas por poetas de lengua española hasta nuestros días. A partir de entonces, romances viejos procedentes de la oralidad, romances nuevos surgidos de la pluma de poetas letrados y romances facticios que constituyen reelaboraciones letradas de las diversas tradiciones, otorgan al romancero una falsa unidad que se transmite sin interrupción desde los editores antiguos hasta los eruditos modernos. De este modo, se instaló en el objetivo, y en la bibliografía crítica a él referida, una heterogeneidad intrínseca que dificultó los abordajes a pesar de los internos de reconstrucción que desde el siglo XIX emprendieron los filólogos alemanes, difundió Marcelino Menéndez Pelayo (1945) y continuaron sin rupturas las extensas obras de Ramón Menéndez Pidal (1953) y Antonio Rodríguez Moñino (1954, 1958, 1967a, 1970a, y 1970b). El avance sobre el estudio del romancero en la segunda mitad del siglo XX no contribuyó a otorgar unidad al objeto de estudio, sino que, en relación directa con las teorías de la oralidad, dividió el fenómeno romancero en dos grandes tradiciones: la antigua, que estudiaba los romances puestos por escrito entre los siglos XV y XVIII, y la tradición moderna, referida a los romances documentados en la dimensión oral de los siglos XIX y XX.

Sin embargo, si a pesar de esta diversidad formal y contenidística del género, continuamos buscando un denominador común, quizás éste resida en la capacidad narrativa de los poemas. Mayoritariamente octosílabos con rima asonante en los versos pares, los romances dan cuenta de la construcción identitaria de cada comunidad que los transmite en cuanto a sus concepciones religiosas, sus definiciones políticas o sus estructuras sociales. Desde sus orígenes, el género fue utilizado políticamente: visiones proárabes o procristianas son identificables en los romances sobre la guerra de la Reconquista, disputas sobre filiaciones se pueden detectar en los romances históricos referidos a la sucesión del trono de Casilla en el siglo XIV, y, en los siglos sucesivos, la producción romancística siguió dando noticias de los diversos acontecimientos del devenir histórico.

Esta pervivencia a través de seis siglos de oralidad y fijaciones textuales intermitentes fue posible debido al funcionamiento de movilidad de significados y significantes que los estudios sobre el “lenguaje” romancístico han puesto de manifiesto. Enunciados sumamente estructurados debido a los límites impuestos por la medida del verso y la asonancia, los romances se expresan en textos ordenados, unificados y delimitados, con un agregado de cohesión y coherencia al mensaje, pero que a su vez permite la movilidad en bloque de estas estructuras. Esta dualidad de permanencia y cambio ha posibilitado una readaptación del género y ha determinado su empleo constante para llevar a cabo narraciones (ya sean históricas o ficcionales), en diferentes procesos de divulgación de la cultura.

Asimismo, la concepción del romancero como un género abierto, capaz de recibir elementos de distintos tiempos, espacios y ámbitos, junto con la facultad de ser abordado por una pluralidad de saberes, desde la literatura y el folklore, hasta la historiografía medieval y renacentista, la antropología cultural, la semiótica, la musicología comparada y la sociología rural, determinan la variada procedencia de los estudios que lo indagan y contribuyen a engrosar tanto el volumen como la eclecticidad del acervo crítico. Esta pluralidad de enfoques es “pertinente a la cabal comprensión de unos poemas que distan mucho de la sencillez que en ocasiones se les atribuyó” (Cid, 1994: 1-7).


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“Vertumno se descubre ante Pomana”, tapiz del siglo XVI.